Los Secretos de
una Cocinera Mapuche.
Hermoso Relato
En Peñalolén, específicamente en Avenida
Coralillo 1295, hay una ruca mapuche hecha de colihue, totora y eucalipto.
Tiene dos puertas. Por la principal entra el primer rayo de sol, y por la
secundaria, que da a la huerta, se despide el último rayo de luz. En el centro
hay un fogón o kütralwe con piedras alrededor, lugar sagrado donde se encierra el
calor, se comparte el conocimiento ancestral, se conversa y se cocina. Del
fuego apenas prendido, Beatriz Painequeo saca cenizas de roble para darle la
primera cocción al mote de maíz.
"Se necesitan cenizas de buena
madera para cocer el mote. La madera de pino, por ejemplo, no sirve, se
deshace", cuenta Beatriz, mientras recuerda que con esas cenizas se lavaba
los dientes más de 50 años atrás, ya perdió la cuenta, en su comunidad, a casi
cuatro kilómetros de Lumaco, comuna ubicada a 52 kilómetros de Angol, IX
Región.
Cocido en cenizas, el mote poco a poco
va soltando el hollejo. Luego se refriega con las manos para que continúe
botándolo y se vuelve a cocer, esta vez en agua, para que quede limpio. El
tiempo de cocción en agua varía de acuerdo a lo que se quiera hacer con él.
Menos tiempo para hacer pizku kako, un guiso espeso que gracias al poleo ayuda
a la digestión. Para que el mote no se desarme y conserve su forma de cereal
redondo, se mezcla con papas picadas, ajo, cilantro y poleo.
En cambio, para hacer katuto, el pan
mapuche, la cocción del mote debe ser más larga para formar una masa hecha sólo
con trigo molido, sin sal. Lo que no quita que una vez cocido se pueda
acompañar de pebre.
Si la ruca estuviera en la IX Región, el
humo del fogón permitiría guardar comida en el lugar, charqui, carne seca o
chicharrones de carne de caballo, al menos un año sin que se pudrieran.
"El humo espanta a las arañas y los
bichos. En el sur, el fogón nunca se apaga, a la carne no le pasa nada",
cuenta Beatriz.
Sin embargo, en Santiago la
contaminación y los vecinos impiden que el fogón esté prendido y se usa sólo en
contadas ocasiones.
En su infancia, para asistir a clases,
Beatriz debía caminar a diario cerca de ocho kilómetros, la mitad de ida, la
otra de vuelta. Cuando llegaba a casa la esperaba un jarro de agua dulce de
vertiente con harina tostada. Asistía a un colegio "chileno", donde
hasta tercero básico varios de sus compañeros eran mapuches, pero a medida que
avanzaba en edad sus amigos de comunidad fueron dejando de ir a clases por el
choque de culturas. En mapudungún, su primera lengua, la letra jota no se usa.
"Tenía compañeros que no decían José, decían Cosé, y eso derivaba en
castigo. Había mucho desconocimiento, los niños, sobre todo los hombres, se sentían
humillados y se iban", cuenta Beatriz.
La educación media fue difícil. Para
continuar estudiando debió dejar su casa, irse como interna a Angol. Llegaba
llorando cada fin de semana. No podía acostumbrarse al agua con sabor a cloro,
a las comidas con aliños secos y extrañaba la huerta.
"Soy de carácter tímido, metida en
mi casa. Los sabores eran muy distintos, llegaba a llorarle a mi papá",
recuerda.
No fue la primera en irse de su casa.
Sofía, su hermana mayor, estudiaba en Angol. Ella pensaba que si la cosecha era
mala, a su padre no le quedaría nada extra para vender y entonces no habría
plata para comprar uniformes y seguir estudiando. Entonces, decidió emigrar.
"Sofía me decía que se iba a
Santiago a trabajar. A mis padres les dijo que tenía un trabajo fijo, pero yo
sabía que no", cuenta Painequeo.
Todo estuvo bien el primer año. Sofía
escribía para contar las novedades a su familia, pero las cartas comenzaron a
escasear y su mamá empezó a preocuparse, a sufrir por la ausencia de noticias
de su hija. Beatriz pensaba que al menos si estuvieran las dos juntas en
Santiago se apoyarían y las cosas serían distintas, pero a la futura
"chef" mapuche se le caía el mundo de sólo pensar en la idea de
viajar. A final transó y partió.
En Santiago se enteró de que su hermana
Sofía se había encontrado con una prima y que vivían juntas. A esa casa llegó
Beatriz, y al poco andar encontró trabajo en una farmacia. Intentaban viajar
seguido a su comunidad en el sur, pero no siempre lo conseguían. Comenzaron a
extrañar cada vez más sus raíces y pensaron en crear su propia comunidad
mapuche entre familiares y amigos. Los primeros intentos fueron en una sala
prestada en la Estación Mapocho, donde dictaban clases de telar.
A principios del 2000 encontraron un
sitio vacío en Peñalolén y se lo tomaron. Cuatro años les costó que el
Ministerio de Bienes Nacionales les diera en comodato esas tierras. Lo lograron
y la ruca la construyeron con fondos de la Conadi. A la comunidad la llamaron
Folilche Aflaiai, que en mapudungún quiere decir "gente de raíz
eterna".
Ahí se cocina, en el fogón y en una
cocina externa, fuera de la ruca. Se enseña cosmovisión mapuche y se cura.
Alrededor de cuatro veces al año va una machi, a quien se le puede pedir hora.
Además, asisten colegios privados a aprender in situ sobre la cultura mapuche y
se hacen eventos.
Beatriz va vestida a la usanza de su
comunidad y hace muestras y coctelería de su comida. Su cliente frecuente es la
Oficina de Asuntos Indígenas de la Municipalidad de Maipú. Para ellos cocinan
sopaipillas sin zapallo, café de trigo, muday -una bebida de trigo- y katuto,
el pan de mote. El menú se amolda de acuerdo a quien sea el comensal: se puede
pedir un plato para llevar con un día de anticipación o ir a la ruca
directamente y cocinar junto a Beatriz en kütralwe o fogón, el lugar sagrado de
preparación de los alimentos y centro del hogar mapuche.
Tomado de la Red
Un Mil Bendiciones y Una Más
Sol Monasterio
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