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sábado, 10 de marzo de 2012


Los Secretos de una Cocinera Mapuche.
Hermoso Relato

En Peñalolén, específicamente en Avenida Coralillo 1295, hay una ruca mapuche hecha de colihue, totora y eucalipto. Tiene dos puertas. Por la principal entra el primer rayo de sol, y por la secundaria, que da a la huerta, se despide el último rayo de luz. En el centro hay un fogón o kütralwe con piedras alrededor, lugar sagrado donde se encierra el calor, se comparte el conocimiento ancestral, se conversa y se cocina. Del fuego apenas prendido, Beatriz Painequeo saca cenizas de roble para darle la primera cocción al mote de maíz.
"Se necesitan cenizas de buena madera para cocer el mote. La madera de pino, por ejemplo, no sirve, se deshace", cuenta Beatriz, mientras recuerda que con esas cenizas se lavaba los dientes más de 50 años atrás, ya perdió la cuenta, en su comunidad, a casi cuatro kilómetros de Lumaco, comuna ubicada a 52 kilómetros de Angol, IX Región.
Cocido en cenizas, el mote poco a poco va soltando el hollejo. Luego se refriega con las manos para que continúe botándolo y se vuelve a cocer, esta vez en agua, para que quede limpio. El tiempo de cocción en agua varía de acuerdo a lo que se quiera hacer con él. Menos tiempo para hacer pizku kako, un guiso espeso que gracias al poleo ayuda a la digestión. Para que el mote no se desarme y conserve su forma de cereal redondo, se mezcla con papas picadas, ajo, cilantro y poleo.
En cambio, para hacer katuto, el pan mapuche, la cocción del mote debe ser más larga para formar una masa hecha sólo con trigo molido, sin sal. Lo que no quita que una vez cocido se pueda acompañar de pebre.
Si la ruca estuviera en la IX Región, el humo del fogón permitiría guardar comida en el lugar, charqui, carne seca o chicharrones de carne de caballo, al menos un año sin que se pudrieran.
"El humo espanta a las arañas y los bichos. En el sur, el fogón nunca se apaga, a la carne no le pasa nada", cuenta Beatriz.
Sin embargo, en Santiago la contaminación y los vecinos impiden que el fogón esté prendido y se usa sólo en contadas ocasiones.
En su infancia, para asistir a clases, Beatriz debía caminar a diario cerca de ocho kilómetros, la mitad de ida, la otra de vuelta. Cuando llegaba a casa la esperaba un jarro de agua dulce de vertiente con harina tostada. Asistía a un colegio "chileno", donde hasta tercero básico varios de sus compañeros eran mapuches, pero a medida que avanzaba en edad sus amigos de comunidad fueron dejando de ir a clases por el choque de culturas. En mapudungún, su primera lengua, la letra jota no se usa. "Tenía compañeros que no decían José, decían Cosé, y eso derivaba en castigo. Había mucho desconocimiento, los niños, sobre todo los hombres, se sentían humillados y se iban", cuenta Beatriz.
La educación media fue difícil. Para continuar estudiando debió dejar su casa, irse como interna a Angol. Llegaba llorando cada fin de semana. No podía acostumbrarse al agua con sabor a cloro, a las comidas con aliños secos y extrañaba la huerta.
"Soy de carácter tímido, metida en mi casa. Los sabores eran muy distintos, llegaba a llorarle a mi papá", recuerda.
No fue la primera en irse de su casa. Sofía, su hermana mayor, estudiaba en Angol. Ella pensaba que si la cosecha era mala, a su padre no le quedaría nada extra para vender y entonces no habría plata para comprar uniformes y seguir estudiando. Entonces, decidió emigrar.
"Sofía me decía que se iba a Santiago a trabajar. A mis padres les dijo que tenía un trabajo fijo, pero yo sabía que no", cuenta Painequeo.
Todo estuvo bien el primer año. Sofía escribía para contar las novedades a su familia, pero las cartas comenzaron a escasear y su mamá empezó a preocuparse, a sufrir por la ausencia de noticias de su hija. Beatriz pensaba que al menos si estuvieran las dos juntas en Santiago se apoyarían y las cosas serían distintas, pero a la futura "chef" mapuche se le caía el mundo de sólo pensar en la idea de viajar. A final transó y partió.
En Santiago se enteró de que su hermana Sofía se había encontrado con una prima y que vivían juntas. A esa casa llegó Beatriz, y al poco andar encontró trabajo en una farmacia. Intentaban viajar seguido a su comunidad en el sur, pero no siempre lo conseguían. Comenzaron a extrañar cada vez más sus raíces y pensaron en crear su propia comunidad mapuche entre familiares y amigos. Los primeros intentos fueron en una sala prestada en la Estación Mapocho, donde dictaban clases de telar.
A principios del 2000 encontraron un sitio vacío en Peñalolén y se lo tomaron. Cuatro años les costó que el Ministerio de Bienes Nacionales les diera en comodato esas tierras. Lo lograron y la ruca la construyeron con fondos de la Conadi. A la comunidad la llamaron Folilche Aflaiai, que en mapudungún quiere decir "gente de raíz eterna".
Ahí se cocina, en el fogón y en una cocina externa, fuera de la ruca. Se enseña cosmovisión mapuche y se cura. Alrededor de cuatro veces al año va una machi, a quien se le puede pedir hora. Además, asisten colegios privados a aprender in situ sobre la cultura mapuche y se hacen eventos.
Beatriz va vestida a la usanza de su comunidad y hace muestras y coctelería de su comida. Su cliente frecuente es la Oficina de Asuntos Indígenas de la Municipalidad de Maipú. Para ellos cocinan sopaipillas sin zapallo, café de trigo, muday -una bebida de trigo- y katuto, el pan de mote. El menú se amolda de acuerdo a quien sea el comensal: se puede pedir un plato para llevar con un día de anticipación o ir a la ruca directamente y cocinar junto a Beatriz en kütralwe o fogón, el lugar sagrado de preparación de los alimentos y centro del hogar mapuche.

Tomado de la Red
Un Mil Bendiciones y Una Más
Sol Monasterio

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