Una mirada sagrada - del libro: Así Curaban Ellos
En otro tiempo...
A lo largo de mis numerosas investigaciones en lo que hoy se ha dado en llamar la “biblioteca akáshica”, he tenido ocasión de entrar en contacto a menudo con Centros de terapias.
Tanto en el Egipto del faraón Akhenatón como en la Palestina de las comunidades esenias, siempre me ha sorprendido constatar que esos Centros estaban lejos de ser simples hospitales o dispensarios.
En esos tiempos que nos parecen más remotos de lo que son en realidad, las nociones de salud y de enfermedad estaban necesariamente vinculadas -deberías decir encadenadas- a la dimensión sagrada del ser humano.
El cuerpo no era considerado como un mecanismo terrestre perfeccionado. Se le consideraba, esencialmente, la parte tangible de un Todo que hundía sus raíces en un universo celeste inconmensurable, el universo de lo Divino.
Lo físico -lo palpable- era pues abordado como eslabón final de la cadena de la Creación. La materia densa representa el primer peldaño de la escalera por la que correspondía al hombre volver a subir hasta el sutil Océano de las Causas.
Todo terapeuta maestro de su arte sabía también que tenía que subir lo más alto posible a lo largo de esa escalera para identificar el o los orígenes de una enfermedad para poder neutralizarla.
Ya que al ser humano se le percibían como un árbol con raíces ante todo celestes, no podía permitirse tocar su equilibrio en cualquier situación o en cualquier lugar.
Por eso la mayoría de los Centros de cuidados eran también templos. Todo se ordenaba entorno a la dimensión sagrada del ser. Por otro lado, no era raro que se les diera el nombre de Casas de Vida y que estuvieran estrechamente ligados a lugares de iniciación, es decir, que fueran lugares de pasaje, en todos los sentidos del término. Por tanto, no se podía llegar a ser terapeuta sin previamente ser sacerdote, o, dicho de otro modo, sin haber consagrado el tiempo suficiente a una auténtica reflexión metafísica.
Esta formación desembocaba de forma natural en una toma de altura que hacía que la muerte no fuera percibida como algo opuesto a la vida, no más que la enfermedad lo estaba a la salud. Salud, enfermedad y muerte se percibían como diferentes fases de la metamorfosis de una gran Corriente de Vida en perpetuo movimiento. Fases cuyas múltiples manifestaciones no tenían en definitiva más que un gran y sublime objetivo: la maduración de la conciencia y de su depuración de cara a una felicidad futura.
Por tanto, contrariamente a las apariencias, se enseñaba que nada se oponía a nada. La muerte no suponía la derrota de la vida y la enfermedad traducía simplemente una falta de diálogo armonioso entre el alma y el cuerpo.
Partiendo de estas certezas, las distintas Escuelas de terapeutas siempre han procurado operar en un entorno que tuviera en cuenta el carácter eminentemente sagrado del Océano de Vida en el que estamos inmersos... y que nos atraviesa en cada instante.
Mi intención no es desde luego defender aquí la restauración de ese sistema en el que se mezclaban sacerdotes, templos y terapias. Aunque tuvo su grandeza y su belleza, también generó excesos y aberraciones. Si lo evoco ahora es ante todo para llamar la atención sobre la insensibilidad y la desacralización que se ha apoderado de nuestros sistemas de curación.
¿Qué hospital o qué consultorio puede decir honestamente que es un lugar sagrado? ¿Cuántos médicos o profesionales médicos tienen la sensación de ir a trabajar cada mañana, con felicidad, a un lugar en el que se respira la esperanza de la curación? Sin duda muy pocos.
¿Qué enfermo puede dejarse llevar y hablar de su alma a un técnico que maneja una máquina que va a “seccionar” su cuerpo en partes?
Por tanto, mi objetivo será simplemente tomar del pasado lo mejor que este tiene que enseñarnos: su visión luminosa de Lo que somos y su búsqueda de un entorno donde la belleza y la dulzura jueguen también su papel sanador.
Daniel Meurois-Givaudan del libro: Así Curaban Ellos
Un Mil Bendiciones y Una Más
Sol Monasterio
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